sábado, 10 de julio de 2010

¿Víctimas también del maximalismo?

Programar cambios severos a mediano plazo para contrarrestar a Botnia

¿Víctimas también del maximalismo?

Por Daniel Tirso Fiorotto

Hace cuatro años, cuando la lucha de Gualeguaychú contra Botnia estaba en su apogeo, hubo quienes propusieron acentuarla en aspectos todavía no explorados. Pero se impuso una salida aparente: La Haya. Es comprensible, ¿quién recula un tranco de pollo cuando se siente ganador?


Los entrerrianos apuntaron sus cañones al presidente uruguayo y a la empresa finlandesa. Tenían una alternativa, abriendo la mira y aprovechando la fuerza universal de la embestida socioambiental: exigir al gobierno argentino que garantizara (pero de verdad-verdad) la relocalización con fondos argentinos (en parte), y no en forma inmediata sino a mediano plazo, a 15 años por ejemplo.
Uruguay es un país más chico que la Argentina, en asuntos de cantidad, y hay mil razones para extremar el cuidado de los modos y aventar la soberbia.
Control estricto a corto plazo, relocalización futura, profundo cambio económico y social en la región: quizá se pudo explorar con más convicción ese camino que algunos visualizaban y alguna vez sintetizamos bajo el título “sacarle flores a la derrota”, en homenaje a la “Redota” porque fue en una fecha que recordaba el Grito de Asensio.
No se trataba de que todos cedieran mucho o poco, sino de ser conscientes de que un objetivo puede alcanzarse por vías diversas, y de que la creatividad siempre se hace un lugar.
Pensar que nadie iba a salir herido de esta contienda es un tanto infantil. También es un tanto precario sostener que lograremos nuestras metas, trabajo para muchos y ambiente sano, sólo resistiendo contra Botnia. Los protagonistas de esta historia son conscientes de ello.
Si a la resistencia contra el atropello del norte le añadiéramos un plus para revertir el proceso, con creatividad, con organización, en ese camino también lograríamos fortalecer la resistencia, como en un círculo virtuoso. Al mismo tiempo, un programa para revertir el proceso nos daría gran autoridad ante el mundo entero. Incluso frente a los organismos internacionales.
(Autoridad que en parte se vio mellada, hay que decirlo con la mano en el corazón, por la aceptación de alguna ayudita económica de manos de algún personaje de historieta -aunque votado- y algunos empresarios grandes que han provocado más daños a los entrerrianos que veinte pasteras juntas).
Durante ese lapso que decíamos se podía exigir un monitoreo compartido y una disposición explícita a cerrar la planta cada vez que la contaminación excediera ciertos parámetros. A la vez, se podía desarrollar en la región de Gualeguaychú y Fray Bentos una reforma agroindustrial severa, una feliz reforma, con la tecnología puesta al servicio de las personas en cuerpo y alma (y de la igualdad de oportunidades y del poblamiento genuino y del ambiente sano), bajo la consigna “que los más infelices sean los más privilegiados” que nos viene del fondo de nuestra historia, como un mandato.
Claro, esa reforma sería resistida por grupos concentrados y grandes terratenientes (y parásitos de ese sistema) que en Entre Ríos no han hecho y no hacen más que daño y son, por eso, nuestros enemigos.
El sistema actual tiene sus defensores a dos bandas. Hace poco leíamos por caso a un imbécil uruguayo, Raúl Seoane, que llama “terroristas Gualeguaychusos” a los asambleístas, y opina que el gobierno de José Mujica debería “tomar el toro por las astas, olvidarse del ‘hermanismo’, de la integración latinoamericana y de todas las boberías”. Es un ejemplo del pretendido “analista” que descalifica cualquier cosa que ponga en riesgo el status quo y hay que señalarlo: una reforma no es fácil, cuando hay oídos sordos y detractores por doquier…
Esa reforma, sin embargo, se presentaba como un deber. A la par de superar problemas de trabajo y oportunidades, debía servir de modelo para otros emprendimientos similares en el resto de la región.
Sí, reforma agraria. ¿Tanto cuesta decirlo? Los entrerrianos en general y los gualeguaychenses y gualeyos en particular somos víctimas de un flagelo, el latifundio, un cáncer que pronto cumplirá 500 años, y que es compatible, ese cáncer, con el monocultivo de soja o eucalipto y con las multinacionales que nos parasitan, pero no con el trabajo, no con el arraigo, no son compatibles con la vida.
La propuesta aquella cerraba sólo con la participación de asociaciones civiles, gremios, universidades, organismos públicos, gobiernos de distintos países involucrados y provincias argentinas y municipios; expertos en diversas disciplinas y financistas internacionales que debían otorgar garantías a la producción regional.
Garantías, claro: si aseguran que Botnia no contamina, los grupos financieros (por usar un eufemismo de usureros) deben ofrecer garantías. Como cualquier hijo de vecino.

CUANDO TODOS GANAN
Uruguay ganaba: su gobierno dejaba a Botnia allí por un tiempo. Y ganaba por vía doble: mientras analizaba la relocalización a futuro, debía planificar una reforma agroindustrial sustentable, con apoyo de sus amigos argentinos. Argentina ganaba en su programa necesario de unidad sudamericana, una base sine qua non para el desarrollo verdadero de nuestros pueblos. Y ganaba también por la puesta en práctica de un plan piloto de reforma agroindustrial sustentable tan necesario para el país entero. Y todo al sólo costo de apoyar el traslado de Botnia dentro de 15 años.
Las universidades y otras entidades ganaban por su participación en el proyecto de reforma agroindustrial. Botnia, que había recibido garantías, podía quedarse un tiempo y planificar su futuro. Y los gualeguaychenses ganaban porque se aseguraban: un monitoreo riguroso, un plan de inversiones para los microemprendimientos y las pymes y cooperativas de región, trabajo para muchos, arraigo, erradicación del latifundio estrangulador, y un crecimiento sostenido en ambos márgenes del río Uruguay. Y se aseguraban, para un futuro no tan lejano, el río libre de megapasteras. Además, eso los alejaba de una posible victoria a lo Pirro.
Para comprender esto, deben medirse mil factores que sería largo detallar, y entre ellos el estado emocional de los pueblos en las dos bandas, los riesgos de desencuentros y rencores, los riesgos que genera la permanencia de una megapastera en el Uruguay, las contradicciones de los gobiernos de la Argentina, el Uruguay y la provincia de Entre Ríos; la globalización. Y deben medirse los riesgos, para Uruguay y la Argentina, de continuar con sus políticas de concentración de las riquezas y predominio de las multinacionales.
Bueno: ideas como ésta tuvieron eco favorable en pocos gualeguaychenses y fraybentinos, pero en general fueron ignoradas. No discutidas, no rebatidas: ignoradas.
No debe sorprender, porque no contenían una receta para salir del conflicto. Sólo pretendían mostrar una actitud, la actitud de abrir un abanico de posibilidades para intentar una salida que no fuera La Haya y que, por supuesto, aventara cualquier posibilidad de violencia. Hermandad, creatividad, reforma estructural. Ese es el camino.
La violencia de una jornada demandaría décadas para cicatrizar. Los gobiernos tuvieron altísima responsabilidad por sus pésimas (y caras) diplomacias y su falta de compromiso por la unidad sudamericana, y pusieron a la comunidad ante el riesgo cierto de la violencia estéril.
Hay que recordar que, entonces, la lucha de Gualeguaychú había alcanzado una fuerza extraordinaria, era tapa de la mayoría de los medios casi todos los días y en ciertos sectores de poder generaba poco menos que miedo.
Precisamente en ese instante en que la Asamblea se encontraba con poder, era difícil pero necesario avanzar en una propuesta que buscara el bien de los pueblos, y sabemos que no pocos intentaron opciones, con escasos frutos.
El fallo de La Haya limó en 2010 la fuerza de la Asamblea. Ahora es más difícil exigir aquellos cambios profundos que permitieran rodear a las megaempresas como quien encierra el fuego mediante contrafuegos, para controlarlo y sofocarlo.
Si de los organismos diplomáticos no salían soluciones creativas, esas soluciones pudieron salir del pueblo entrerriano. No de los gobiernos de la provincia, más privatistas, más neoliberales, más corruptos, más aliados a las multinacionales (y por lejos), que los gobiernos orientales; sino del seno del pueblo, de las organizaciones de base, de las asambleas.
Son los entrerrianos y orientales los que están obligados a una conciencia mayor de unidad, de vuelo alto, de unidad en el camino a la independencia.
Desde aquí, y asumiendo nuestra historia profundamente federal, distribucionista, revolucionaria que bebimos en José Artigas, hoy estamos bien a tiempo de volver a mirar el problema que originó la irrupción de Botnia no en forma aislada sino en un sistema. Tratar de comprender el modelo integral, las circunstancias, para reconocer el rol de cada actor, incluidas las pasteras, y pensar desde allí las formas de superar el conflicto.

MIRAR EL SISTEMA

Ayuda reconocer la voracidad de las multinacionales (Cargill, Walmart, Carrefour, Repsol, Monsanto, etc.; Botnia misma), y su incompatibilidad con los proyectos revolucionarios de hace 200 años. Los daños que provoca la concentración de las riquezas en pocas manos y la expulsión de habitantes (pooles, terratenientes, banca, combustibles...). Los males que ocasiona en nuestros hogares el flagelo de la deuda externa fraudulenta y la corrupción, y la vigencia, hoy más que nunca, del colonialismo angloestadounidense con su fenomenal avanzada en el Atlántico Sur (que desmoraliza y saquea). La debilidad que nos genera el incumplimiento de las bases mismas de la Constitución, con un régimen unitario que todo lo manipula, y con arbitrariedad, desde la Casa Rosada, desde una Metrópolis que jamás comprendió cabalmente la comunión de la Argentina y Sudamérica. Y ayuda, también, pensar en la diferencia entre el deber, por un lado, y el maximalismo focalizado por otro.
Si nuestro deber es asegurar trabajo genuino a las personas, en un ambiente sano, en una economía sustentable, solidaria, con libertad, con oportunidades para todos, y en una Sudamérica unida e independiente en desarrollo equilibrado, que sepa frenar al imperialismo y la globalización, entonces está claro: poner a Botnia en la mira puede ser una virtud, un deber, pero poner sólo a Botnia en la mira sin planificar la necesaria reforma en la estructura socioeconómica regional puede resultar contraproducente.
Si no es desde un espíritu reformista o revolucionario, si no es anclada en hondas convicciones sudamericanas, en nuestra más profunda identidad antiimperialista, la conmovedora lucha contra las pasteras del norte corre el riesgo de esfumarse en la confusión, en el interés inmobiliario, sino en una suerte de narcisismo colectivo. Nos provoca volver a leer, por eso, el último documento que escuchamos en el puente internacional ante una multitud.
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